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Rareza, por donde se lo mire
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Estamos en presencia de un vehículo más que extraño, en cuanto a su modelo como a la línea en la que trabaja.
Para empezar tenemos el chasis, un Nash de origen estadounidense, muy poco visto en colectivos carrozados. La carrocería era una incógnita, pero finalmente se pudo determinar su fabricante: Carrocerías La Unión.
La línea es la 5 comunal de La Matanza, cuya razón social fue Empresa Buenos Aires, antecedente de la 623 que fue tomada por La Cabaña.
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MAPTBA, a proposito de Nash, tenes idea de que fue de la vida del prototipo Nash de la Corporacion? llego a circular? donde termino?
Y hablando de Morris tambien hubo uno :el 43 ,carr. Gnecco aprox 1950 que en el 56 /7 fue renovado por el DAF El Condor aquí aparecido desembarcando de la balsa. El Morris luego pasó a "Ciudad de San Fernando" como int. 34.
Otra marca poco vísta circuló en LISA : Seddon 1956,hubo dos ;el 59 (A&L Decaroli) y el 13 Trebol)
Tambien un ACLO Regal ,Gnecco ,supongo que de 1948/50 muy difundido en Rio de La Plata y Chevallier ,en LISA era el 9 .Fué remplazado por un L312 Estrella en 1960.
Pero pienso que el más raro -puesto que no lo ví en otras líneas argentinas- fué el 12 : un Volvo Titan con su trompa ,carrozado por otra rareza: Vicente Fontana,de Gral. Rodriguez . Si bien había otros varios Volvos pero frontales EMSI ,y un solitario El Condor ,y dos Volvo Viking convencionales de El Indio (int.4) y El Condor (16). Estos últimos eran de chassis largo ,lo que los diferenciaba de otros Viking cortos de la 216 (Estrella) y 176 (Exp .G. Smto.) carr. Ant. Argentina.
Y la foto de Busamerica a que hace referencia es del 61 del Expreso Quilmes ,un LO 312 con una UCASA de madera ,que por tratarse de un M.Benz convencional tenía el frente igual que los modelos metalicos de UCASA siguientes - y más vistos- ,y eso facilitaba su facil identificacion.
Cabe acotar que existió otro 623, que había sido 3, y unía la Est.González Catán con el Km.32, BºLos Alerces, Km.35, y terminaba entrando a BºEl Sol. Dudo mucho que fuera legal, no figuraba en los listados que recogí en la Secretaría de Transportes en diciembre de 1968 (que estaban asombrosamente correctos y completos), y no vi que apareciera mas allá de 1969 o 1970.
Una aclaración geográfica: este colectivo 5 de la foto probablemente se llamaría "Empresa Buenos Aires" porque Buenos Aires era el nombre original de la calle Arieta, vínculo directo entre el centro de San Justo y Villa Luzuriaga. Vínculo único, diríase, porque era la única asfaltada para el lado de Haedo.
, desde la empresa hicieron que las dos comunales (624 y 623) fueron administradas,ambas, por la satélite de ese momento (empresa Buenos Aires), pero eso duró muy poco, la 624 volvió a La Cabaña, y la 623 se incorpora a ésta, al desaparecer definitivamente emp. Buenos Aires.
Cortázar era un cuentero, no le creo nada, capaz que dijo que a ese 168 lo manejaba Goyeneche...
Los gusanitos Gardner y los Ganz eran iguales de atractivos, más allá del chiste que hice en la TT sobre Aldo Bonzi de Punilla.
También suelo escuchar el tango La Cantina, porque dice que "ha plateado la luna el riachuelo".
Por eso soy hincha de Vélez, por la camiseta plateada con una Ve azul.
Y no hablo más de plata porque no quiero irme off shore.
-Si le viene bien, tráigame El Hogar cuando vuelva- pidió la señora Roberta, reclinándose en el sillón para la siesta. Clara ordenaba las medicinas en la mesita de ruedas, recorría la habitación con una mirada precisa. No faltaba nada, la niña Matilde se quedaría cuidando a la señora Roberta, la mucama estaba al corriente de lo necesario. Ahora podía salir, con toda la tarde del sábado para ella sola, su amiga Ana esperándola para charlar, el té dulcísimo a las cinco y media, la radio y los chocolates.
A las dos, cuando la ola de los empleados termina de romper en los umbrales de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta y Zamudio bajó Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía. En la esquina de Avenida San Martín y Nogoyá, mientras esperaba el ómnibus 168, oyó una batalla de gorriones sobre su cabeza, y la torre florentina de San Juan María Vianney le pareció más roja contra el cielo sin nubes, alto hasta dar vértigo. Pasó don Luis, el relojero, y la saludó apreciativo, como si alabara su figura prolija, los zapatos que la hacían más esbelta, su cuellito blanco sobre la blusa crema. Por la calle vacía vino remolonamente el 168, soltando su seco bufido insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera en la esquina callada de la tarde.
Buscando las monedas en el bolso lleno de cosas, se demoró en pagar el boleto. El guarda esperaba con cara de pocos amigos, retacón y compadre sobre sus piernas combadas, canchero para aguantar los virajes y las frenadas. Dos veces le dijo Clara: "De quince", sin que el tipo le sacara los ojos de encima, como extrañado de algo. Después le dio el boleto rosado, y Clara se acordó de un verso de infancia, algo como: "Marca, marca, boletero, un boleto azul o rosa; canta, canta alguna cosa, mientras cuentas el dinero." Sonriendo para ella buscó asiento hacia el fondo, halló vacío el que correspondía a Puerta de Emergencia, y se instaló con el menudo placer de propietario que siempre da el lado de la ventanilla. Entonces vio que el guarda la seguía mirando. Y en la esquina del puente de Avenida San Martín, antes de virar, el conductor se dio vuelta y también la miró, con trabajo por la distancia pero buscando hasta distinguirla muy hundida en su asiento. Era un rubio huesudo con cara de hambre, que cambió unas palabras con el guarda, los dos miraron a Clara, se miraron entre ellos, el ómnibus dio un salto y se metió por Chorroarín a toda carrera.
"Par de estúpidos", pensó Clara entre halagada y nerviosa. Ocupada en guardar su boleto en el monedero, observó de reojo a la señora del gran ramo de claveles que viajaba en el asiento de adelante. Entonces la señora la miró a ella, por sobre el ramo se dio vuelta y la miró dulcemente como una vaca sobre un cerco, y Clara sacó un espejito y estuvo en seguida absorta en el estudio de sus labios y sus cejas. Sentía ya en la nuca una impresión desagradable; la sospecha de otra impertinencia la hizo darse vuelta con rapidez, enojada de veras. A dos centímetros de su cara estaban los ojos de un viejo de cuello duro, con un ramo de margaritas componiendo un olor casi nauseabundo. En el fondo del ómnibus, instalados en el largo asiento verde, todos los pasajeros miraron hacia Clara, parecían criticar alguna cosa en Clara que sostuvo sus miradas con un esfuerzo creciente, sintiendo que cada vez era más difícil, no por la coincidencia de los ojos en ella ni por los ramos que llevaban los pasajeros; más bien porque había esperado un desenlace amable, una razón de risa como tener un tizne en la nariz (pero no lo tenía); y sobre su comienzo de risa se posaban helándola esas miradas atentas y continuas, como si los ramos la estuvieran mirando.
Súbitamente inquieta, dejó resbalar un poco el cuerpo, fijó los ojos en el estropeado respaldo delantero, examinando la palanca de la puerta de emergencia y su inscripción Para abrir la puerta TIRE LA MANIJA hacia adentro y levántese, considerando las letras una a una sin alcanzar a reunirlas en palabras. Lograba así una zona de seguridad, una tregua donde pensar. Es natural que los pasajeros miren al que recién asciende, está bien que la gente lleve ramos si va a Chacarita, y está casi bien que todos en el ómnibus tengan ramos. Pasaban delante del hospital Alvear, y del lado de Clara se tendían los baldíos en cuyo extremo lejano se levanta la Estrella, zona de charcos sucios, caballos amarillos con pedazos de sogas colgándoles del pescuezo. A Clara le costaba apartarse de un paisaje que el brillo duro del sol no alcanzaba a alegrar, y apenas si una vez y otra se atrevía a dirigir una ojeada rápida al interior del coche. Rosas rojas y calas, más lejos gladiolos horribles, como machucados y sucios, color rosa vieja con manchas lívidas. El señor de la tercera ventanilla (la estaba mirando, ahora no, ahora de nuevo) llevaba claveles casi negros apretados en una sola masa casi continua, como una piel rugosa. Las dos muchachitas de nariz cruel que se sentaban adelante en uno de los asientos laterales, sostenían entre ambas el ramo de los pobres, crisantemos y dalias, pero ellas no eran pobres, iban vestidas con saquitos bien cortados, faldas tableadas, medias blancas tres cuartos, y miraban a Clara con altanería. Quiso hacerles bajar los ojos, mocosas insolentes, pero eran cuatro pupilas fijas y también el guarda, el señor de los claveles, el calor en la nuca por toda esa gente de atrás, el viejo del cuello duro tan cerca, los jóvenes del asiento posterior, la Paternal: boletos de Cuenca terminan.
Nadie bajaba. El hombre ascendió ágilmente, enfrentando al guarda que lo esperaba a medio coche mirándole las manos. El hombre tenía veinte centavos en la derecha y con la otra se alisaba el saco. Esperó, ajeno al escrutinio. "De quince", oyó Clara. Como ella: de quince. Pero el guarda no cortaba el boleto, seguía mirando al hombre que al final se dio cuenta y le hizo un gesto de impaciencia cordial: "Le dije de quince." Tomó el boleto y esperó el vuelto. Antes de recibirlo, ya se había deslizado livianamente en un asiento vacío al lado del señor de los claveles. El guarda le dio los cinco centavos, lo miró otro poco, desde arriba, como si le examinara la cabeza; él ni se daba cuenta, absorto en la contemplación de los negros claveles. El señor lo observaba, una o dos veces lo miró rápido y él se puso a devolverle la mirada; los dos movían la cabeza casi a la vez, pero sin provocación, nada más que mirándose. Clara seguía furiosa con las chicas de adelante, que la miraban un rato largo y después al nuevo pasajero; hubo un momento, cuando el 168 empezaba su carrera pegado al paredón de Chacarita, en que todos los pasajeros estaban mirando al hombre y también a Clara, sólo que ya no la miraban directamente porque les interesaba más el recién llegado, pero era como si la incluyeran en su mirada, unieran a los dos en la misma observación. Qué cosa estúpida esa gente, porque hasta las mocosas no eran tan chicas, cada uno con su ramo y ocupaciones por delante, y portándose con esa grosería. Le hubiera gustado prevenir al otro pasajero, una oscura fraternidad sin razones crecía en Clara. Decirle: "Usted y yo sacamos boleto de quince", como si eso los acercara. Tocarle el brazo, aconsejarle: "No se dé por aludido, son unos impertinentes, metidos ahí detrás de las flores como zonzos." Le hubiera gustado que él viniera a sentarse a su lado, pero el muchacho -en realidad era joven, aunque tenía marcas duras en la cara- se había dejado caer en el primer asiento libre que tuvo a su alcance. Con un gesto entre divertido y azorado se empeñaba en devolver la mirada del guarda, de las dos chicas, de la señora con los gladiolos; y ahora el señor de los claveles rojos tenía vuelta la cabeza hacia atrás y miraba a Clara, la miraba inexpresivamente, con una blandura opaca y flotante de piedra pómez. Clara le respondía obstinada, sintiéndose como hueca; le venían ganas de bajarse (pero esa calle, a esa altura, y total por nada, por no tener un ramo); notó que el muchacho parecía inquieto, miraba a un lado y al otro, después hacia atrás, y se quedaba sorprendido al ver a los cuatro pasajeros del asiento posterior y al anciano del cuello duro con las margaritas. Sus ojos pasaron por el rostro de Clara, deteniéndose un segundo en su boca, en su mentón; de adelante tiraban las miradas del guarda y las dos chiquilinas, de la señora de los gladiolos, hasta que el muchacho se dio vuelta para mirarlos como aflojando. Clara midió su acoso de minutos antes por el que ahora inquietaba al pasajero. "Y el pobre con las manos vacías", pensó absurdamente. Le encontraba algo de indefenso, solo con sus ojos para parar aquel fuego frío cayéndole de todas partes.
Sin detenerse el 168 entró en las dos curvas que dan acceso a la explanada frente al peristilo del cementerio. Las muchachitas vinieron por el pasillo y se instalaron en la puerta de salida; detrás se alinearon las margaritas, los gladiolos, las calas. Atrás había un grupo confuso y las flores olían para Clara, quietita en su ventanilla pero tan aliviada al ver cuántos se bajaban, lo bien que se viajaría en el otro tramo. Los claveles negros aparecieron en lo alto, el pasajero se había parado para dejar salir a los claveles negros, y quedó ladeado, metido a medias en un asiento vacío delante del de Clara. Era un lindo muchacho sencillo y franco, tal vez un dependiente de farmacia, o un tenedor de libros, o un constructor. El ómnibus se detuvo suavemente, y la puerta hizo un bufido al abrirse. El muchacho esperó a que bajara la gente para elegir a gusto un asiento, mientras Clara participaba de su paciente espera y urgía con el deseo a los gladiolos y a las rosas para que bajasen de una vez. Ya la puerta abierta y todos en fila, mirándola y mirando al pasajero, sin bajar, mirándolos entre los ramos que se agitaban como si hubiera viento, un viento de debajo de la tierra que moviera las raíces de las plantas y agitara en bloque los ramos. Salieron las calas, los claveles rojos, los hombres de atrás con sus ramos, las dos chicas, el viejo de las margaritas. Quedaron ellos dos solos y el 168 pareció de golpe más pequeño, más gris, más bonito. Clara encontró bien y casi necesario que el pasajero se sentara a su lado, aunque tenía todo el ómnibus para elegir. Él se sentó y los dos bajaron la cabeza y se miraron las manos. Estaban ahí, eran simplemente manos; nada más.
-¡Chacarita!- gritó el guarda.
Clara y el pasajero contestaron su urgida mirada con una simple fórmula: "Tenemos boletos de quince." La pensaron tan sólo, y era suficiente.
La puerta seguía abierta. El guarda se les acercó.
-Chacarita -dijo, casi explicativamente.
El pasajero ni lo miraba, pero Clara le tuvo lástima.
-Voy a Retiro- dijo, y le mostró el boleto. Marca, marca boletero un boleto azul o rosa. El conductor estaba casi salido del asiento, mirándolos; el guarda se volvió indeciso, hizo una seña. Bufó la puerta trasera (nadie había subido adelante) y el 168 tomó velocidad con bandazos coléricos, liviano y suelto en una carrera que puso plomo en el estómago de Clara. Al lado del conductor, el guarda se tenía ahora del barrote cromado y los miraba profundamente. Ellos le devolvían la mirada, se estuvieron así hasta la curva de entrada a Dorrego. Después Clara sintió que el muchacho posaba despacio una mano en la suya, como aprovechando que no podían verlo desde adelante. Era una mano suave, muy tibia, y ella no retiró la suya pero la fue moviendo despacio hasta llevarla más al extremo del muslo, casi sobre la rodilla. Un viento de velocidad envolvía al ómnibus en plena marcha.
-Tanta gente -dijo él, casi sin voz- y de golpe se bajan todos.
-Llevaban flores a la Chacarita -dijo Clara-. Los sábados va mucha gente a los cementerios.
-Sí, pero...
-Un poco raro era, sí. ¿Usted se fijó...?
-Sí -dijo él, casi cerrándole el paso-. Y a usted le pasó igual, me di cuenta.
-Es raro. Pero ahora ya no sube nadie.
El coche frenó brutalmente, barrera del Central Argentino. Se dejaron ir hacia adelante, aliviados por el salto a una sorpresa, a un sacudón. El coche temblaba como un cuerpo enorme.
-Yo voy a Retiro -dijo Clara.
-Yo también.
El guarda no se había movido, ahora hablaba iracundo con el conductor. Vieron (sin querer reconocer que estaban atentos a la escena) cómo el conductor abandonaba su asiento y venía por el pasillo hacia ellos, con el guarda copiándole los pasos. Clara notó que los dos miraban al muchacho y que éste se ponía rígido, como reuniendo fuerzas; le temblaron las piernas, el hombro que se apoyaba en el suyo. Entonces aulló horriblemente una locomotora a toda carrera, un humo negro cubrió el sol. El fragor del rápido tapaba las palabras que debía estar diciendo el conductor; a dos asientos del de ellos se detuvo, agachándose como quien va a saltar. el guarda lo contuvo prendiéndole una mano en el hombro, le señaló imperioso las barreras que ya se alzaban mientras el último vagón pasaba con un estrépito de hierros. El conductor apretó los labios y se volvió corriendo a su puesto; con un salto de rabia el 168 encaró las vías, la pendiente opuesta.
El muchacho aflojó el cuerpo y se dejó resbalar suavemente.
-Nunca me pasó una cosa así -dijo, como hablándose.
Clara quería llorar. Y el llanto esperaba ahí, disponible pero inútil. Sin siquiera pensarlo tenía conciencia de que todo estaba bien, que viajaba en un 168 vacío aparte de otro pasajero, y que toda protesta contra ese orden podía resolverse tirando de la campanilla y descendiendo en la primera esquina. Pero todo estaba bien así; lo único que sobraba era la idea de bajarse, de apartar esa mano que de nuevo había apretado la suya.
-Tengo miedo -dijo, sencillamente-. Si por lo menos me hubiera puesto unas violetas en la blusa.
Él la miró, miró su blusa lisa.
-A mí a veces me gusta llevar un jazmín del país en la solapa –dijo-. Hoy salí apurado y ni me fijé.
-Qué lástima. Pero en realidad nosotros vamos a Retiro.
-Seguro, vamos a Retiro.
Era un diálogo, un diálogo. Cuidar de él, alimentarlo.
-¿No se podría levantar un poco la ventanilla? Me ahogo aquí adentro.
Él la miró sorprendido, porque más bien sentía frío. El guarda los observaba de reojo, hablando con el conductor; el 168 no había vuelto a detenerse después de la barrera y daban ya la vuelta a Canning y Santa Fe.
-Este asiento tiene ventanilla fija -dijo él-. Usted ve que es el único asiento del coche que viene así, por la puerta de emergencia.
-Ah -dijo Clara.
-Nos podíamos pasar a otro.
-No, no. -Le apretó los dedos, deteniendo su movimiento de levantarse.- Cuanto menos nos movamos mejor.
-Bueno, pero podríamos levantar la ventanilla de adelante.
-No, por favor no.
Él esperó, pensando que Clara iba a agregar algo, pero ella se hizo más pequeña en el asiento. Ahora lo miraba de lleno para escapar a la atracción de allá adelante, de esa cólera que les llegaba como un silencio o un calor. El pasajero puso la otra mano sobre la rodilla de Clara, y ella acercó la suya y ambos se comunicaron oscuramente por los dedos, por el tibio acariciarse de las palmas.
-A veces una es tan descuidada -dijo tímidamente Clara-. Cree que lleva todo, y siempre olvida algo.
-Es que no sabíamos.
-Bueno, pero lo mismo. Me miraban, sobre todo esas chicas, y me sentí tan mal.
-Eran insoportables -protestó él-. ¿Usted vio cómo se habían puesto de acuerdo para clavarnos los ojos?
-Al fin y al cabo el ramo era de crisantemos y dalias -dijo Clara-. Pero presumían lo mismo.
-Porque los otros les daban alas -afirmó él con irritación-. El viejo de mi asiento con sus claveles apelmazados, con esa cara de pájaro. A los que no vi bien fue a los de atrás. ¿Usted cree que todos...?
-Todos -dijo Clara-. Los vi apenas había subido. Yo subí en Nogoyá y Avenida San Martín, y casi en seguida me di vuelta y vi que todos, todos...
-Menos mal que se bajaron.
Pueyrredón, frenada en seco. Un policía moreno se habría en cruz acusándose de algo en su alto quiosco. El conductor salió del asiento como deslizándose, el guarda quiso sujetarlo de la manga, pero se soltó con violencia y vino por el pasillo, mirándolos alternadamente, encogido y con los labios húmedos, parpadeando. "¡Ahí da paso!", gritó el guarda con una voz rara. Diez bocinas ladraban en la cola del ómnibus, y el conductor corrió afligido a su asiento. El guarda le habló al oído, dándose vuelta a cada momento para mirarlos.
-Si no estuviera usted... -murmuró Clara-. Yo creo que si no estuviera usted me habría animado a bajarme.
-Pero usted va a Retiro -dijo él, con alguna sorpresa.
-Sí, tengo que hacer una visita. No importa, me hubiera bajado igual.
-Yo saqué boleto de quince -dijo él- hasta Retiro.
-Yo también. Lo malo es que si una se baja, después hasta que viene otro coche...
-Claro, y además a lo mejor está completo.
-A lo mejor. Se viaja tan mal, ahora. ¿Usted ha visto los subtes?
-Algo increíble. Cansa más el viaje que el empleo.
Un aire verde y claro flotaba en el coche, vieron el rosa viejo del Museo, la nueva Facultad de Derecho, y el 168 aceleró todavía más en Leandro N. Alem, como rabioso por llegar. Dos veces lo detuvo algún policía de tráfico, y dos veces quiso el conductor tirarse contra ellos; a la segunda, el guarda se le puso por delante negándose con rabia, como si le doliera. Clara sentía subírsele las rodillas hasta el pecho, y las manos de su compañero la desertaron bruscamente y se cubrieron de huesos salientes, de venas rígidas. Clara no había visto jamás el paso viril de la mano al puño, contempló esos objetos macizos con una humilde confianza casi perdida bajo el terror. Y hablaban todo el tiempo de los viajes, de las colas que hay que hacer en Plaza de Mayo, de la grosería de la gente, de la paciencia. Después callaron, mirando el paredón ferroviario, y su compañero sacó la billetera, la estuvo revisando muy serio, temblándole un poco los dedos.
-Falta apenas -dijo clara, enderezándose-. Ya llegamos.
-Sí. Mire, cuando doble en Retiro, nos levantamos rápido para bajar.
-Bueno. Cuando esté al lado de la plaza.
-Eso es. La parada queda más acá de la torre de los ingleses. Usted baja primero.
-Oh, es lo mismo.
-No, yo me quedaré atrás por cualquier cosa. Apenas doblemos yo me paro y le doy paso. Usted tiene que levantarse rápido y bajar un escalón de la puerta; entonces yo me pongo atrás.
-Bueno, gracias- dijo Clara mirándolo emocionada, y se concentraron en el plan, estudiando la ubicación de sus piernas, los espacios a cubrir. Vieron que el 168 tendría paso libre en la esquina de la plaza; temblándole los vidrios y a punto de embestir el cordón de la plaza, tomó el viraje a toda carrera. El pasajero saltó del asiento hacia adelante, y detrás de él pasó veloz Clara, tirándose escalón abajo mientras él se volvía y la ocultaba con su cuerpo. Clara miraba la puerta, las tiras de goma negra y los rectángulos de sucio vidrio; no quería ver otra cosa y temblaba horriblemente. Sintió en el pelo el jadeo de su compañero, los arrojó a un lado la frenada brutal, y en el mismo momento en que la puerta se abría el conductor corrió por el pasillo con las manos tendidas. Clara saltaba ya a la plaza, y cuando se volvió su compañero saltaba también y la puerta bufó al cerrarse. Las gomas negras apresaron una mano del conductor, sus dedos rígidos y blancos. Clara vio a través de las ventanillas que el guarda se había echado sobre el volante para alcanzar la palanca que cerraba la puerta.
Él la tomó del brazo y caminaron rápidamente por la plaza llena de chicos y vendedores de helados. No se dijeron nada, pero temblaban como de felicidad y sin mirarse. Clara se dejaba guiar, notando vagamente el césped, los canteros, oliendo un aire de río que crecía de frente. El florista estaba a un lado de la plaza, y él fue a parase ante el canasto montado en caballetes y eligió dos ramos de pensamientos. Alcanzó uno a Clara, después le hizo tener los dos mientras sacaba la billetera y pagaba. Pero cuando siguieron andando (él no volvió a tomarla del brazo) cada uno llevaba su ramo, cada uno iba con el suyo y estaba contento.
Por otro lado, viendo el "otoñal" queda claro que es La Unión. Lo que desorienta es el diseño de la bandera.
En esos años, el recorrido del 168 entre Chacarita y Retiro era: Triunvirato, Corrientes sur, Corrientes, Dorrego, Bonpland, Córdoba, Cánning, Santa Fe, Ecuador, Arenales, Pueyrredón, Av.Pte. Figueroa Alcorta, L.N.Alem, Av.Maipú hasta E.Madero.
La única barrera que cruza es, efectivamente, la del ramal Colegiales - Chacarita, metros antes de cruzar Córdoba. La plazoleta Agustín Comastri es remanente de esa traza, que se puede apreciar bastante bien en la versión 1940 del Mapa Interactivo del GCBA.
Algo similar pasa probablemente con la mención del paso por la avenida Alem, entre la Facultad de Derecho y Retiro. El antiguo Paseo de Julio, que llegaba hasta la Plaza Alvear, fue renombrado en 1919 como Leandro Alem; Cortázar, que llegó a Buenos Aires en 1918 a los cuatro años, siempre lo conoció con ese nombre. En agosto 1950, como parte de la recordación del centenario del fallecimiento del prócer, se asigna el nombre de Avenida del Libertador Gral. San Martín a los tramos de las avenidas L.N.Alem, Alvear, Virrey Vértiz y Tte.Gral. J.F. Uriburu (ex Blandengues) que van desde Retiro hasta la Gral.Paz. Aunque el cuento haya sido escrito después de esa fecha habrá pasado lo mismo que con el nombre del ferrocarril: todo el mundo siguió usando los nombres antiguos por muchos años, y (por lo menos hasta 1955) la mención del nuevo nombre remitía a un cierto grado de apoyo a Perón.
En mi barrio: Riglos (la continuación de Av. de los Corrales, que cruza el puente de la Gral Paz, rebautizada, hace como 40 años, Lisandro de la Torre). Hasta tal punto se sigue usando el nombre viejo que el ramal de la 63 se llama "x RIGLOS".
Esto de poner nombres al Propaganda Due (la logia P.2), viene de lejos. A principios de los años 40s un chanta llamado Udaondo escribió un libro sobre el origen de los nombres de las estaciones ferroviarias. Muchas de sus explicaciones son inventos o asociaciones infundadas, pero el tipo no distinguió lo conjeturado de lo debidamente comprobado.
En el barrio citado por Nessi de Villa Lynch, ese nombre tiene origen en el dueño de las tierras de ese lugar, Manuel Lynch. Cuando Udaondo encaró ese nombre encontró en algún diccionario biográfico a un coronel Lynch y relacionó a la estación con ese nombre.
En los años 50s se decidió cambiar algunos nombres de estaciones, especialmente los de muchos ingleses integrantes de administraciones ferroviarias de la época pre nacionalización. Pero también se ampliaron o completaron nombres, especialmente de militares, en los que consignaron el grado. Entonces Lynch se convirtió en Coronel Francisco Lynch, basándose en la impune investigación histórica de Udaondo.
Ahora sí, repito el CHAN-CHÁN...
Aparte de esos pasajes, San Martín es un lugar donde hubo cambios de nombres muy significativos, como el de Ruta 8 y 3 de Febrero. (Busqué quién fue esa señora Baeza, imaginando que venía de cierto lado ideológico, pero Google no me quitó la duda).
Esta semana viajé en un 165, y cuando pasábamos por Alsina una señora de esas que siempre dan charla, le comentaba a otro pasajero que ella había crecido allí y mencionaba los cambios de nombres: obviamente, el de la avenida Alsina, ahora Perón. Pero también otras calles, Carlos Gardel entre ellas.
En Capital últimamente suele cambiarse el nombre a calles pequeñas, cortadas, y ya no los casos mencionados, a los que habría que sumar la avenida Roca/Rabanal. O se cambian el nombre de parte de una calle, como Grito de Ascencio, que en un sector donde pierde la linealidad del trazado, se llama ahora Herminio Masantonio. O la calle Rauch, actual nombre de una parte de la calle Rocamora, en Almagro norte. (Es decir, que Rauch se mudó del Centro, de Lavalle y Callao, a Almagro). Curiosamente, la calle Franklin, que tiene cuatro sectores bien delimitados, mantiene el mismo nombre en todos.
En Boedo hace un tiempo que el pasaje Ambato es Doctor López Anaut, y Totoral ha sido rebautizado Lorenzo Massa. En otros barrios, El Lazo ahora es Monseñor Zazpe, y desde hace más tiempo Carril se transformó en Aníbal Troilo.
Lo del homónimo de Lynch me hace recordar que la calle Antonio Machado antes se refería a un médico, y luego mantuvo el nombre, pero homenajeando al escritor español.
Hablando de "gente al gas", últimamente, una legisladora presentó un proyecto para que la calle Martínez de Hoz se llame Democracia. Y un grupo de fans quiere que la calle Iberá se llame Luis Spinetta incluso antes de que pase el tiempo establecido para ponerle el nombre de un difunto reciente a una calle.
Por último, sólo en el conurbano tenemos al menos cuatro avenidas con el nombre del último expresidente: en Moreno, Ituzaingó, Berazategui y Ezeiza.
Sobre la calle Champagnat, me daré una vuelta por Pepirí y Uspallata a ver si veo algún cartel. (Mirando el mapa, considero que podría tratarse de la bifurcación de Pepirí, llegando a Uspallata, antes de transformarse en Atuel).
Y sobre la ley, que no recordaba, que prohíbe calles con nombres de funcionarios de gobiernos de facto... ¿qué hacemos con ex Cangallo?
güedades y otros aguantaderos de cosas robadas pero viejas, por lo que nadie las cuida, a menos que se las pueda reducir. Tal vez ahí esté la explicación para que Bárcena se haya convertido en Barzana, u Obligado en Vuelta de Obligado. Uno de estos chistes tuvo como consecuencia el involuntario cambio de nombre de Pozos, calle a la que todo el mundo conocía así, simplemente, por ese sencillo nombre. Tuvieron que hacer el consabido negocio de ampliarlo a Combate de los Pozos para que se produjera una Grieta generacional. Los viejos siguen con Pozos, pero los jóvenes la acortan a "Combate", y así se manejan con los colectiveros, los policías y -seguramente- los intendentes. Como decía el Lobo Feroz versión Disney, bah, doble bah, triple bah...
Hacia 1974 cambió de Salónica a Discépolo, durante el Proceso volvió a llamarse Salónica y en los '90 tomó el nombre Rauch, cuando al original (el viejo camino sinuoso del Ferrocarril Oeste que llegaba a Corrientes desde Lavalle) fue rebautizado, justamente, Discépolo.
Podrían haberle puesto nuevamente Discépolo a Salónica y ya...
Otro nombre cambiado fue Caxaraville, hoy Cajaravilla.