NECOCHEA 1.
Escenas de la infancia en Juárez y Necochea La estación terminal de La Estrella era un simple estacionamiento, un lote vacío entre los edificios y las casas viejas de la calle Catamarca, a pocas cuadras de Plaza Once. Afuera, cuidadosamente arrimado a la acera esperaba el ómnibus que, en pocos minutos, saldría hacia Juárez; era un viejo y desteñido Ford frontal, carrozado por Gerónimo Gnecco a inicios de la década de 1940, el interno 6; a su alrededor revoloteaban los choferes y los pasajeros ansiosos por el largo y lento recorrido que harían por la Ruta 3.
A la hora exacta el ómnibus se puso en marcha entre suspiros y gemidos del motor; en algún lugar del recorrido se desencadenó una terrible tormenta que obligó a detener la marcha y esperar un buen rato a orillas de la carretera mientras llovía casi tanto adentro como afuera del destartalado vehículo. A la entrada de Juárez, un último rayo en medio de la noche, como un rezago de la tormenta del día, partió el cielo en dos mitades, por un instante iluminó el campo, tembló indeciso y se apagó. No debió durar más de dos o tres segundos aunque su recuerdo haya durado toda una vida. A esa hora de la noche no había clientes en el bar La Armonía de Juárez, lugar de llegada de La Estrella y punto de contacto con el mundo, porque en el ómnibus de Buenos Aires también llegaban los diarios, las encomiendas y las cartas más urgentes. El bar La Armonía, con sillas de madera y mesas brilladas por infinitos codos, con botellas de caña Legui en los estantes y grandes ventanales que dejaban ver una calle ancha y desierta, la esquina más urbana del entonces pequeño pueblo, que se agitaba en las tardes cuando llegaba La Estrella y a la mañana siguiente cuando pasaba de regreso. También un viejísimo y lento colectivo azul y negro que unía a Juárez con las canteras de Barker, revoloteaba en cercanías del bar. Era un modelo de los años treinta, con escasos once asientos y un enorme soporte vacío en la parte trasera donde alguna vez llevó una rueda de auxilio; sin pasajeros asomados a las ventanillas y con la sombra del chofer agazapado en el volante a la derecha, el colectivo fantasma se deslizaba silencioso, en las calles de Juárez para recordarnos que en medio de la inmesidad de la pampa se alzaban las pequeñas y oscuras sierras de Barker. Walter Benjamin señala que la mirada del niño es atraída por aquellas cosas y aquellos gestos que el adulto deshecha o ignora y el niño relaciona de manera arbitraria a través del juego, porque el juego no es imitación sino creación. Entonces, la mirada infantil a aquellos ómnibus-objetos de mediados del siglo XX no se refiere a las características que serían relevantes para el mundo adulto, como la funcionalidad del diseño, la economía de funcionamiento o la respuesta a necesidades sociales; por el contrario, la visión del niño se refiere a fragmentos arbitrarios de la condición de ómnibus: la curva de una ventanilla, el zumbido del motor Ford o el ronroneo del Leyland, el fileteado en las lunetas traseras, tan diferentes entre una y otra carrocería o la camisa de dril Grafa -siempre con corbata- del uniforme del chofer. Las percepciones del niño de ayer hoy son escenas que describen momentos, imágenes que no intentan ser relatos, independientes y fragmentarias como las imágenes de un sueño. En esa libertad reside su magia ya que una escena no pretende ser parte de un relato mayor: comienza y termina en sí misma. Ese concepto, que Benjamin señala en varios de sus escritos, rompe el eje de la historia tradicional; porque la historia tradicional es contínua y las escenas son independientes, por eso, esta mirada a los ómnibus de los años de la infancia no pretende hacer historia, solamente intenta recoger algunos momentos dirigidos a aquellos cuya infancia es hoy el recuerdo de un sueño. Verano porteño.
Algunos pasajeros conversaban y se despedían de los acompañantes
bajo la sombra de los árboles de la acera; adentro, en la fea
terminal de La Estrella había varios ómnibus; el coche
7, con el motor en marcha, esperaba la hora de partida hacia Juárez
y Necochea. Era un enorme Leyland al que le habían modificado
el frente: ya no tenía la agresiva "trompa" original
sino un extraño remedo del parabrisas de los Parlor Coach de
El Cóndor que eran los ómnibus más modernos en
aquellos años. En un rincón, otro Leyland, el coche 5
mantenía intacto el diseño original inglés.
Otra vez Juárez y el bar La Armonía, pero el verde de las hojas en los plátanos y el aire caliente del verano alegraban la calle, los ventanales abiertos dejaban oír partes de las conversaciones de los transeúntes y el viejo bar se integraba a la vida del pueblo. De Juárez a Necochea también se podía ir en El Águila del Mar, una pequeña empresa que con dos ómnibus Ford carrozados por El Trébol cubría las líneas entre Necochea, Tandil y Laprida vía Juárez. En ese momento, no imaginaba que veinte años más tarde, empleado en la Dirección del Transporte de la Provincia de Buenos Aires pelearía en defensa de El Águila del Mar que iba a ser absorbida por Pampa SA, una empresa mucho mayor que amenazaba devorar no sólo a la pequeña empresa familiar sino también mis recuerdos de infancia.
Un mundo de ensueños: la playa de Necochea con la rambla blanca y gastada por el viento sur, el tren de regreso a Buenos Aires con su camarote impecable y la cena en el vagón comedor. Benjamin dice que la arquitectura pública del siglo XIX representó los sueños de esa sociedad, pero la clase media argentina de mediados del siglo XX soñaba con una modernidad que no se explicaba y la buscaba en pequeños gestos, en imágenes sueltas heredadas de aquellos inmigrantes de principios del Siglo XX que trajeron los ideales de la Revolución Industrial europea, en la que no tuvieron cabida pero quisieron recrear en Argentina y más tarde, de los inmigrantes de la Segunda Posguerra que trajeron las fantasías del Futurismo. Sin embargo, nada era más lejano al ideal de Modernidad que la vida en Necochea a principios de los años cincuenta, con la enorme y solitaria plaza de pueblo, rodeada de casas bajas y los oscuros eucaliptos de sus anchas y vacías calles. Por la avenida 59 y por la diagonal a la playa se movían con lentitud, como animales prehistóricos los viejísimos ómnibus azules -casi violeta oscuro- de la empresa Micro Ómnibus General Necochea, que alguna vez tuvieron plataforma trasera y pero la cerraron sin cuidado y con poca fortuna en el resultado. En medio de la arcaica flota aparecían algunas fantasías: un Gnecco, grande y gordo o dos ágiles Chevrolet de los primeros años de la década de 1930: los coches 5 y 12.
Pero Necochea, un lugar sin tiempo en el confín de la pampa con el mar, escondía imágenes maravillosas de la tan ansiada Modernidad. La otra empresa urbana, la concesión provincial P-20, Transportes Necochea, la de los colectivos rojos mucho más modernos que los azules, cruzaba el río hacia el puerto de Quequén y allí, como en una ciudad de Flash Gordon, estaban los altísimos elevadores con el sinfín de tubos y aparatos cargando cereales en una multitud de barcos que llegaban de todo el mundo; allí también había otra playa, tan fría y ventosa como la de Necochea, pero cercana al mundo y rodeada de las imágenes que satisfacían el anhelo de modernidad de aquella Argentina que iniciaba la década de 1950.
Uno de los sueños de aquella Modernidad fue el movimiento: el vértigo de los desplazamientos. Sin embargo los viajes por la pampa infinita y monótona en los viejos y polvorientos trenes con dormitorios que recordaban el principio de siglo y con elegantes comedores, no satisfacían el deseo, porque la belleza moderna, como señala Marshall Berman , no emana del entorno natural, en nuestro caso el campo que rodea al tren, sino del ambiente creado artificialmente y en ese aspecto los nuevos ómnibus no tenían rivales: modernos y rápidos, ya sean traídos de Inglaterra como los enormes Aclo y Leyland o de los Estados Unidos como los fantásticos GM. Parlor y Aerocoach de El Cóndor. Viajar en ellos era la verdadera experiencia de la Modernidad, tan veloces, limpios y silenciosos que intimidaban, casi tan modernos y veloces como los lejanos e inaccesibles aviones de Panagra que se veían en las revistas.
Pero los niños nos fascinábamos con las cosas aparentemente sin valor, sin intencionalidad y entre esas cosas se desarrollaban los juegos, porque allí cabía la fantasía creativa. Entonces se entiende que esta mirada a los ómnibus de Necochea no está dirigida al desarrollo secuencial de la historia como proceso, sino a aquello que los adultos no tienen en cuenta y permite elaborar estos relatos como escenas y no como recuentos históricos. Las líneas de ómnibus recreadas en los juegos con la bicicleta en el Parque Lillo o en la plaza de la villa balnearia de Necochea no repetían el mundo "de los grandes", sólo creaban una nueva relación con aquello que el mundo adulto no tenía en cuenta en su afán de progreso. Así, el uniforme del chofer se imaginaba más allá de la camiseta del niño o el fileteado de las ventanillas en la anhelada carrocería que la fantasía situaba alrededor del ciclista. Los recuerdos de Necochea, la ciudad entre el mar y la pampa hoy se unen sin cronologías, sin secuencias y se detienen en la presencia de los ómnibus que sostienen el armazón narrativo. Porque la verdadera imagen del pasado aparece como el relámpago que iluminó el cielo aquella noche que La Estrella entró a Juárez después de la tormenta en la ruta y al igual que aquel relámpago, la imagen del pasado parece detenerse, pero luego de un ligero temblor se borra para no volverse a ver nunca más. Organizar los restos del pasado -dice Benjamin- no significa reconocerlo como tal, sino adueñarse de un recuerdo que relampaguea Un nuevo viaje a Necochea, esta vez por Mar del Plata y Miramar en el coche 9 de Costera Criolla, un Volvo de los años cincuenta, carrozado por Decaroli que circulaba sin apuros por la ruta 2. Costera Criolla de esos años cincuenta ya estaba separada de la concesión provincial 10 entre San Isidro y La Plata, que tomó el nombre de Expreso Transportes Reconquista). La vieja concesión provincial 11 mantenía un híbrido parque de ómnibus nuevos y viejos, muchos de ellos recarrozados. Junto al nuevo Decaroli-Volvo interno 9, convivían fenómenos como el interno 8, un Aclo corto de preguerra, con volante a la derecha recarrozado por El Trébol, el 3, otro viejo Aclo Regal recarrozado por Decaroli y más tarde por El Trébol (igual que el 4) y el 7 un Aclo Regal, carrozado por Gnecco Hay recuerdos que se ubican en días nublados aunque las situaciones hayan ocurrido bajo soles espléndidos, como si el recuerdo se guardara en el blanco y negro de las películas viejas. En las imágenes de este viaje a Necochea no hay sol.
Allí también llegaron, el interno 2 de Mar y Sierra, un coche mucho más moderno que el viejo International que yo suponía heredado del Expreso: un Volvo o tal vez, Mercedes Benz, con ventanas corredizas que hacía el recorrido a Lobería y Balcarce, un Ford plateado y rojo de Avenida, de carrocería desconocida; un enorme Aclo de Pampa (el coche 5) y el viejo ómnibus azul de La Estrella del Sud que siempre regresaba puntualmente de San Cayetano. El recuerdo de de la oficina de Valbuena con sus viejos micros arrimados a la vereda trascendió a la niñez y la adolescencia y se volvió realidad muchos años después desde mi trabajo en la Dirección del Transporte. Continuará
en Juan Carlos Pérgolis. |
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